sábado, 21 de agosto de 2010

Las tapas en Jerez. El octavo pasajero.
La parra vieja




Este lugar lo conocemos tan sólo por nuestra primera visita a Jerez de la Frontera, y hemos de decir, avergonzados, que le dimos un par de oportunidades. Cierto es que nuestra creencia desmedida en lo que viene siendo, mayormente, Internet, nos jugó una mala pasada.

Encontramos este bar entre las críticas del blog A tapear! Podéis leerlas si os pica la curiosidad, pero no encontraréis nada provechoso en ellas. Afirmamos categóricamente que personas interesadas vertieron, actuando con dolo y alevosía, propaganda en este inocente blog y ahí siguen, sin que nadie las rebata. No lo intentéis, pues parece que hay un fallo y no se pueden publicar nuevas opiniones por un complicado bucle con el correo electrónico, ergo vamos a lo que vamos.

Hora de la cena a mediados de agosto de 2009. Una de nuestras primeras noches en Jerez, todos los bares que habíamos encontrado en Internet en el mapa y hambre de cachorro después de una dura jornada de playa en Valdelagrana. Este mundo es un castigo insoportable, ya veis. Bajamos calle Larga hasta la plaza del Arenal, tomando calle San Miguel, un estrecho callejón a la izquierda de esta plaza. En el número nueve se encuentra el comedero de orcos de Mordor, el templo del subproducto animal, la cantina del calabozo del infierno. De camino hasta nuestro cruel destino, en la misma calle, vimos otro bar lleno de comensales entretenidos en sus tapas y  su cháchara. Debió servirnos de aviso. Un bar lleno en una calle un poco apartada del circuito suele ser bueno. Seguimos en lo que parecía el pasaje del terror hasta el nueve (número que en cierta cultura al oeste del Pacífico representa el sufrimiento y que fue para nosotros el segundo aviso).

La soñada parra estaba bien desierta. El gallo cantó por tercera vez a través de una pareja de adolescentes en una mesa apartada y el camarero, que formaban la parroquia completa. Entramos y pedimos la carta. Nuestro asombro comenzó cuando leímos que había un menú de parrillada o mariscada para dos personas por doce euros con vino incluido. Debía de ser uno de esos secretos alejados de la mirada de los turistas, un lugar realmente autóctono, con solera y precios populares, de los que deja buen sabor de boca. Hemos de decir que las cuentas no salen, y que una comida para dos personas con vino por doce euros, o es pienso para gallinas o tiene un margen de beneficios, digamos, negativo. La mirada ausente del camarero impulsó nuestra codicia. Era como el timo de la estampita. Creer en la estupidez ajena te acerca a la propia. O a la indigestión.

Habíamos comido marisco a mediodía, conque una parrillada no estaría mal. Preguntamos al camarero de la mente extraviada qué llevaba la parrillada, y nos dijo que era de carne. Maravilloso. Parrillada de carne y vino tinto, como está mandado. El camarero, que cada vez que se ausentaba parecía ir y volver de la estepa siberiana, además, un poco más ajeno al mundo circundante, nos trajo a los diez minutos una botella de tinto de cartón en botella. Después de catar tamaño sacrilegio encorchado, decidimos pedir fanta de limón para pasar el mejunje. Ya casi éramos como la pareja de adolescentes, en el suave y dulce mundo del calimocho. Faltaba la puntilla, que llegó en veinte minutos, entre risas y tintos afantillados.

Lo que había en esa bandeja es difícil de describir con palabras. Siento no tener una ilustración, foto, gráfica, vídeo o presentación. Lo único que puedo mostrar es una aproximación. En esa extraña bandeja había un montón de carne. Un literal montón de carne, entre chuletas de cerdo, cinta de lomo, pechuga de pollo y filetes de ternera. Sosas, demasiado hechas, las suelas de zapato se mostraban ante nosotros en todo su esplendor. Nauseabundiante, diría Gil y Gil. Había hambre, así que a comer. Pedimos sal, y empezamos por sazonar aquel ser que bien pudiera ser el que salía del estómago de uno de los tripulantes de la nave Nostromo durante la cena, o el que entraba por su garganta con su lengua juguetona, o el estómago del astronauta invadido, o una mezcla de todos ellos. De hecho, con esa variedad de carnes muertas y recocidas, la (es)cena recordaba un poco al proceso de incubación del tierno bichito. Acompañando la comida de pan y buches de tinto limonado, perdimos todo el respeto. Nos comportamos como animales, mordiendo esos extraños seres de un grotesco mundo de ciencia ficción, deglutiendo al octavo pasajero.

Después de degradarnos en el abrevadero del canibalismo cósmico, no sabíamos qué pensar. Calle Larga se hizo muy larga, la avenida Alcalde Álvaro Domecq acabó con nuestro estómago, y llegamos a la habitación con el rabo entre los intersticios cerebrales, con la mente hecha trizas, sin saber si agradecer tamaño banquete o hacer de él un anatema. Aún hoy, dudo un poco. Así de hipnótico tuvo que ser el ritual. Pero estamos seguros de que la comida de La parra vieja no es de este mundo. Es de un mundo primitivo, animal, de un universo paralelo en el que el gusto se confunde con el oído, comer es como orinar, oler es pastar y digerir es sufrir. La sinestesia se apodera de nosotros nada más pensar en calle San Miguel. Pensándolo bien, es el bar en el que comerían los zombies de Planet Terror si no comieran seres humanos.

Lo más inexplicable de esta tasca es que decidimos darle otra oportunidad. Pensamos que las tapas podían estar hechas de otra pasta. Nuestros recuerdos se fragmentan en este punto del relato. El nebuloso camarero estaba muy atareado con lo que parecía una despedida de solteras. Pedimos tapas de las que no nos queremos acordar. Comimos igual de mal, pero más caro. Otra vez, la avaricia nos ganó la partida.

El personal era un sólo camarero, y supongo que en los fogones trabajaba Gollum, o el jefe de los Uruk-hai. El camarero estaba ido y nervioso a ratos. Desaparecía por un tiempo, volvía a aparecer. Este Guadiana de la hostelería no dejaba de ser amable, y podemos perdonar su tardanza. Al cocinero espetaríamos, amablemente, que hay otras labores muy útiles aparte de preparar el rancho en la cocina del purgatorio.

No podríamos recomendar esta experiencia a nadie. Es como la guerra de Afganistán, la esquizofrenia o el alcoholismo. Un pozo muy profundo. Como dice Aída, si no eres fuerte, te lleva la muerte...


luis r,
resignado orco de las minas de Khazad-dûm, o troll de las cavernas camino de la Montaña Solitaria, o zombie compungido de Postre o café.










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