sábado, 21 de agosto de 2010

Las tapas en Jerez. El octavo pasajero.
La parra vieja




Este lugar lo conocemos tan sólo por nuestra primera visita a Jerez de la Frontera, y hemos de decir, avergonzados, que le dimos un par de oportunidades. Cierto es que nuestra creencia desmedida en lo que viene siendo, mayormente, Internet, nos jugó una mala pasada.

Encontramos este bar entre las críticas del blog A tapear! Podéis leerlas si os pica la curiosidad, pero no encontraréis nada provechoso en ellas. Afirmamos categóricamente que personas interesadas vertieron, actuando con dolo y alevosía, propaganda en este inocente blog y ahí siguen, sin que nadie las rebata. No lo intentéis, pues parece que hay un fallo y no se pueden publicar nuevas opiniones por un complicado bucle con el correo electrónico, ergo vamos a lo que vamos.

Hora de la cena a mediados de agosto de 2009. Una de nuestras primeras noches en Jerez, todos los bares que habíamos encontrado en Internet en el mapa y hambre de cachorro después de una dura jornada de playa en Valdelagrana. Este mundo es un castigo insoportable, ya veis. Bajamos calle Larga hasta la plaza del Arenal, tomando calle San Miguel, un estrecho callejón a la izquierda de esta plaza. En el número nueve se encuentra el comedero de orcos de Mordor, el templo del subproducto animal, la cantina del calabozo del infierno. De camino hasta nuestro cruel destino, en la misma calle, vimos otro bar lleno de comensales entretenidos en sus tapas y  su cháchara. Debió servirnos de aviso. Un bar lleno en una calle un poco apartada del circuito suele ser bueno. Seguimos en lo que parecía el pasaje del terror hasta el nueve (número que en cierta cultura al oeste del Pacífico representa el sufrimiento y que fue para nosotros el segundo aviso).

La soñada parra estaba bien desierta. El gallo cantó por tercera vez a través de una pareja de adolescentes en una mesa apartada y el camarero, que formaban la parroquia completa. Entramos y pedimos la carta. Nuestro asombro comenzó cuando leímos que había un menú de parrillada o mariscada para dos personas por doce euros con vino incluido. Debía de ser uno de esos secretos alejados de la mirada de los turistas, un lugar realmente autóctono, con solera y precios populares, de los que deja buen sabor de boca. Hemos de decir que las cuentas no salen, y que una comida para dos personas con vino por doce euros, o es pienso para gallinas o tiene un margen de beneficios, digamos, negativo. La mirada ausente del camarero impulsó nuestra codicia. Era como el timo de la estampita. Creer en la estupidez ajena te acerca a la propia. O a la indigestión.

Habíamos comido marisco a mediodía, conque una parrillada no estaría mal. Preguntamos al camarero de la mente extraviada qué llevaba la parrillada, y nos dijo que era de carne. Maravilloso. Parrillada de carne y vino tinto, como está mandado. El camarero, que cada vez que se ausentaba parecía ir y volver de la estepa siberiana, además, un poco más ajeno al mundo circundante, nos trajo a los diez minutos una botella de tinto de cartón en botella. Después de catar tamaño sacrilegio encorchado, decidimos pedir fanta de limón para pasar el mejunje. Ya casi éramos como la pareja de adolescentes, en el suave y dulce mundo del calimocho. Faltaba la puntilla, que llegó en veinte minutos, entre risas y tintos afantillados.

Lo que había en esa bandeja es difícil de describir con palabras. Siento no tener una ilustración, foto, gráfica, vídeo o presentación. Lo único que puedo mostrar es una aproximación. En esa extraña bandeja había un montón de carne. Un literal montón de carne, entre chuletas de cerdo, cinta de lomo, pechuga de pollo y filetes de ternera. Sosas, demasiado hechas, las suelas de zapato se mostraban ante nosotros en todo su esplendor. Nauseabundiante, diría Gil y Gil. Había hambre, así que a comer. Pedimos sal, y empezamos por sazonar aquel ser que bien pudiera ser el que salía del estómago de uno de los tripulantes de la nave Nostromo durante la cena, o el que entraba por su garganta con su lengua juguetona, o el estómago del astronauta invadido, o una mezcla de todos ellos. De hecho, con esa variedad de carnes muertas y recocidas, la (es)cena recordaba un poco al proceso de incubación del tierno bichito. Acompañando la comida de pan y buches de tinto limonado, perdimos todo el respeto. Nos comportamos como animales, mordiendo esos extraños seres de un grotesco mundo de ciencia ficción, deglutiendo al octavo pasajero.

Después de degradarnos en el abrevadero del canibalismo cósmico, no sabíamos qué pensar. Calle Larga se hizo muy larga, la avenida Alcalde Álvaro Domecq acabó con nuestro estómago, y llegamos a la habitación con el rabo entre los intersticios cerebrales, con la mente hecha trizas, sin saber si agradecer tamaño banquete o hacer de él un anatema. Aún hoy, dudo un poco. Así de hipnótico tuvo que ser el ritual. Pero estamos seguros de que la comida de La parra vieja no es de este mundo. Es de un mundo primitivo, animal, de un universo paralelo en el que el gusto se confunde con el oído, comer es como orinar, oler es pastar y digerir es sufrir. La sinestesia se apodera de nosotros nada más pensar en calle San Miguel. Pensándolo bien, es el bar en el que comerían los zombies de Planet Terror si no comieran seres humanos.

Lo más inexplicable de esta tasca es que decidimos darle otra oportunidad. Pensamos que las tapas podían estar hechas de otra pasta. Nuestros recuerdos se fragmentan en este punto del relato. El nebuloso camarero estaba muy atareado con lo que parecía una despedida de solteras. Pedimos tapas de las que no nos queremos acordar. Comimos igual de mal, pero más caro. Otra vez, la avaricia nos ganó la partida.

El personal era un sólo camarero, y supongo que en los fogones trabajaba Gollum, o el jefe de los Uruk-hai. El camarero estaba ido y nervioso a ratos. Desaparecía por un tiempo, volvía a aparecer. Este Guadiana de la hostelería no dejaba de ser amable, y podemos perdonar su tardanza. Al cocinero espetaríamos, amablemente, que hay otras labores muy útiles aparte de preparar el rancho en la cocina del purgatorio.

No podríamos recomendar esta experiencia a nadie. Es como la guerra de Afganistán, la esquizofrenia o el alcoholismo. Un pozo muy profundo. Como dice Aída, si no eres fuerte, te lleva la muerte...


luis r,
resignado orco de las minas de Khazad-dûm, o troll de las cavernas camino de la Montaña Solitaria, o zombie compungido de Postre o café.











viernes, 20 de agosto de 2010

Las tapas en Jerez. Séptimo de caballería montadita. La cañita




La cañita es el único lugar de Jerez al que hemos vuelto una y otra vez. De hecho, es el comodín de la llamada en momentos en los que no podemos ni queremos comernos el coco y nos apetece ir, sencillamente, al bar de siempre, con las cañas en su punto, precios muy competitivos y tapas sin pretensiones, abundantes y, sobre todo, sabrosas. Aparte de topicazos, La cañita fue una de las primeras tascas que nos alimentaron allá por 2009, en la primera venida de los insaciables comensales a Jerez.

Fuera del circuito monumental del centro, pero en una calle muy céntrica, en el número once de Porvera para más señas, nos espera La cañita. Cuando hemos viajado a la ciudad legendaria nos ha pillado de paso y, siguiendo el consejo de algún que otro bloguero, siempre nos ha apetecido entrar. Incluso después de comer, como hemos comentado en alguna ocasión. Pero ésa, como dijo aquél, es otra historia. Vamos al ajo, blanco, claro.

La terraza

La cañita consta de una terraza, donde hemos parado todas y cada una de las veces que lo hemos frecuentado, y del propio local, donde nunca nos hemos sentado. El verano obliga, claro. La terraza consta de unas cinco mesas que suelen estar ocupadas en horas punta por personajes de todo tipo, tanto autóctonos como foráneos, en versión familiar, joven, parejuda, tempranillo o garnacha. La terraza, en agosto de 2009, la atendía un camarero muy amable, y en julio de 2010, una camarera igualmente amable. En velocidad, nada mal. Tengamos en cuenta que tiene pocas mesas y es un sitio tranquilo, incluso si está lleno. No hay, entonces, que preocuparse por el calentamiento de la caña, que ya os veo las ideas, paladines de la cerveza helada.

La cañita

Las cañas se sirven en vasos pequeños y llenos, bastante frío el continente y el contenido, en su justa medida de espuma y de cuerpo, a un precio que ronda el euro y poco. Aquí llamamos a esas cañas ideóneas. La aceleración, nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado, siempre inversamente proporcional al número de mesas llenas multiplicado por los comensales, entre diez. Para los que somos de letras, muy aceleradas, espídicas dicen los más locuelos. Comentan por aquí que los tintos con limón andan fetenes, conque los exóticos no tienen de qué preocuparse. A poco más de la moneda de curso legal, de manera que son el triunfo de la voluntad.

Los montaditos en remojo

En este bar, la estrella es el montadito, que ronda los dos euros, según el contenido. Vive Dios que hay variedad, como para perderse. Fríos, calientes, locunos, tradicionales, cárnicos, marítimos, con salsa, secos... Hay para casi todos los gustos (el pan tiene que estar entre ellos, si no, a otra tapa).

El tamaño de los bocadillos es medio, tirando a alto. No llega al pitufo que comemos en Málaga, pero se le acerca peligrosamente. En otros locales donde hemos probado la tapa panadera nos hemos comido cinco sin enterarnos. Tragar cinco montaditos aquí no es apto para estómagos delicados. 

Destacan, para nuestro gusto, los que incluyen el salmorejo (el que nos conoce, lo sabe). También hemos de hacer mención a los de palometa ahumada, a la chistorra, al típico de carne mechada y al jamón con salmorejo (ya sé que me repito como un pimiento). Mención aparte para el surtido de montaditos, por dieciséis euros, de diez unidades al azahar (sic.) La suerte está echada. No obstante, si sólo hay dos bocas, resulta excesivo. La última vez tomamos el surtido entre dos y nos iban a salir los bocatas por las orejas. Nos los comimos para la honra del gourmet que llevamos dentro y el descenso a los infiernos de ciertos estómagos, también en nuestro interior.

Otros manjares

La guía del comedor de Postre o café pasa por tomar algún montadito, acompañado de otras tapas. No falta la ensaladilla, el salmorejo, las tortillas de camarones, tapas similares al contenido de los bocadillos, calientes, frías, raciones, medias y enteras, de pescado frito... Interesantes, para nuestro gusto, las tortillitas de camarones, que probamos en alguna ocasión. También sirven platos combinados, como el aneto (curioso nombre del que nunca me acuerdo para un filete empanado relleno de queso) con patatas. Por ahí hablan de los postres, pero no solemos pedir postre, ni café, a no ser que sí los pidamos. 

En todo caso, todo aquello que hemos tomado en esta cervecería ha sido, lo que no es muy fácil (daréis fe), de nuestro agrado, muy muy correcto en cantidad y calidad. Otra cosa es que uno busque sofisticación, pero estamos en el bar La cañita de Jerez, no en Le Cigare Volant de Seattle.

El personal, como decíamos, es muy amable y rápido, y admite dudas sobre la naturaleza del aneto (creíamos que era un combinado) y de cualquier montadito, tapa o cuestión de la carta o de la naturaleza del pincho de tortilla. Siendo justos, les daremos un siete, por eso de que es un servicio de pago. Mejor un ocho y medio, como Fellini.

Apuesta segura, paso obligado, no pasar de largo, gasten su dinero. Paro, que parezco el dueño malaguita de La cañita. Prefiero, sin embargo, que creáis algo así a que comáis la bazofia que hay preparada en la octava entrega de esta serie sobre tapas en la ciudad acapitalada. Nos vemos, montaditos en un caballito poni.


luis r,
cabo de cabello ralo de la caballería acabada, por supuesto, en nata montadita, de Postre o café.











jueves, 5 de agosto de 2010

Las tapas en Jerez. La Sexta. Bar Juanito. Alcachofas sobrevaloradas




Habíamos leído que el bar Juanito es uno de esos lugares castizos que hay que visitar en Jerez de la Frontera, como El Bulli del taporeo jerecil, o la Meca del devoto tapero trapista. Como buenos monjes de la regla de la línea curva, le hicimos un hueco en la agenda de nuestra segunda visita a Jerez (verano de 2010), o más bien le dimos la oportunidad de ser segundo plato, a falta de La cuadra perdida.

Esta vez, y de nuevo, nos sumergimos en el centro de la ciudad por calle Larga, hasta que en la plaza del Arenal giramos a la derecha, para internarnos en varias callejuelas, mapa en mano, como turistas atolondrados. De esa guisa, encontramos al fin la calle Pescadería, y una terraza llena de foráneos que recordaba más bien a una caseta de feria, con perdón o sin él. Todo estaba en su sitio, farolillos y sillas de nea inclusive. Faltaba un tablao y la moza de la etiqueta de manzanilla La gitana sirviendo las mesas. Entramos en un estado semialucinatorio, casi de trance psicotropical, zombies castizos del fino y el rebujito, y tomamos asiento en una de esas sillas con un arte que no se puede aguantar.

Una vez instalados en esta pedazo de caseta, mirando el cielo de Andalucía occidental repleto de farolillos de La Ina, pasamos al desguace de los entresijos de la comida del bar Juanito.

Me gustan tus tapas porque están como ausentes

La primera impresión es la que cuenta, o no, diría el gallego universal de los labios relamidos. Nada más sentarnos y pedir, como de costumbre, cerveza y tinto con limón, el camarero nos obsequió con dos croquetas esféricas, una por comensal. Fue una impresión grata a la par que gratuita, breve, crujiente, sabrosa. Preguntamos de qué se trataba y nos informaron de que el choco (calamar) era el ingrediente principal.

No mucho que decir de las bebidas. Correctas, sin pasarse de largas ni de frías, las cañas se dejaron sorber tan ricamente hasta que nos dieron la cuenta. Pero la dolorosa viene al final. En cuanto a la velocidad, ni velocistas ni maratonianas. Ni para cabrearse ni para llorar de alegría.

Ahora, la carta. Cuando leímos esa obra de arte, nos dimos cuenta de un aspecto fundamental de este restaurante, que no bar, Juanito. Las tapas no estaban en la carta. Parece que, para tapear, tendríamos que haber poblado la barra. Quizá pecamos de primos, pero las minicroquetas de choco desaparecieron de nuestra mente al comprobar que nos habíamos equivocado. Teníamos todavía dos esperanzas. La primera era que la cocina fuera tan buena como decían otros comensales, y la segunda, que las medias raciones hicieran honor a su nombre.

Gulash al oloroso

Carrillada al oloroso
Quien nos conoce, advierte nuestra querencia por la llamada cocina del este de Europa, o de Europa del éste o de aquél. O bien por la cerveza tanková de ciertos bares de Praga, propuesta de cierto Pivní Filosof al que nunca estaremos suficientemente agradecidos. Una excusa para tomarse unas cuantas cervezas de las de verdad es el gulash, estofado con carne, zanahoria, pimentón, un poco dulce y un poco picante, matambre del zíngaro húngaro y estandarte de la cocina de la región.

Gulash
Cambiando de tercio, Jerez ofrece, en muchas tascas, la carrillada al oloroso. El oloroso es un vino que nos fascina en la misma medida que los farolillos y las sillas de nea. Era, sin embargo, un buen momento para probar platos tipiquérrimos, trillados o cañises. Media ración de carrillada al oloroso y nos trajeron un gulash un poco soso, sin tanto pimentón y con regustillo a vino, eso sí, no muy oloroso. Premio de la tapa y todos los honores para un plato que no deja de ser un estofado, vaya, sin patatas ni cerveza tanková para acompañar.

Cachofo, Al Cachofo

Otra vez con los dichosos premios. Cuando pedimos media de alcachofas, la camarera, muy simpática, hizo su sonrisa de pillín, para eso estás aquí. Entendimos que habíamos dado con el sabor, la preparación definitiva de la alcachofa, la textura perfecta para este difícil ingrediente. Nunca hemos tenido fe en las alcachofas, así que sería la prueba de fuego de la cocina de Juanito. Por cierto, prueba no superada. En textura estaban muy bien. Era el sabor el que fallaba. Entiendo que, cuando uno come alcachofas, éstas deben ser fieles a su sabor original. Sin embargo, la alta fidelidad, en este caso, dio lugar a una experiencia insípida, ordinaria y sobrevalorada. ¿Blasfemia? No, vive Dios. Palabra de comensal avezado. 

Lo único que pudo merecer la pena fue media ración de langostinos rebozados en una especie de hojaldre. Dos langostinos por cabeza y a volar. Vale, y las dos croquetas de choco de la casa.

Los premios

Las ferias de la tapa y los concursos de taperío deben de ser acontecimientos insuperables. Nos referimos a que la gente debe de verse más guapa, más tapera, más cañí. Quizá lo que está en juego no es la virtud de la tapa en sí, sino la de los tapeantes o tapeadores, o de los creadores de tapas, dueños y señores de nuestros estómagos, padres de todos nosotros, como diría Vinícius de Moraes. O Sid Vicious. Otra histeria mistérica.

El tamaño importa

Después de dar cuenta de nuestros sinsabores a través de estas tres medias razones, vamos a por la cantidad, siendo lo más miserables posibles, para uso y disfrute del lector. En la media ración de alcachofas había unos cinco trozos del soñado tallo. En la de langostinos, cuatro piezas con gabardina. No teníamos peso para cuantificar la carrillada, pero damos fe de la escasez. Casi podemos ver a los estraperlistas. No hay que decir que, tras la pitanza, visitamos otro bar, La cañita, viejo conocido que hizo lo posible por llenar el vacío de nuestra alma de Sancho Panza, y que comentaremos en la próxima entrada.

El personal de este bar y del de al lado

La camarera era bastante simpática, aunque comentarios como "después, un postrecito que, si no, luego, la noche..." no dicen mucho en su favor. Volvemos al título de este blog, con otros signos puntuación. ¡Postre, o café! Sieg Heil! Pues no, señora, no gastamos de eso. Buen intento, tenemos que decir, pero no contaban con mi astucia. En cuanto al encargado, también amable, en la misma línea. Lo bueno, si breve...

Parte de la terraza del bar de al lado está ocupada por mesas del Juanito, dispuesto a invadir Polonia. Nos equivocamos varias veces llamando al camarero vecino, que nos dijo que, si lo deseábamos, le llamáramos para la cuenta. Chascarrillos aparte, no hay que dejarse avasallar por la simpatía, como bien saben los turistas japoneses. Avisados quedáis, amantes del Mikado.

El final

Diseccionamos alcachofas
Cuando hubimos dado cuenta de una comida frugal (quizás el postre y el café tuvieran cierta lógica, al fin y al cabo), pedimos la cuenta. Cuatro bebidas, tres medias raciones, pan y circo, 26 euros. Las medias raciones, que eran como tapas, nos habían salido caras, al igual que las bebidas. Pero el precio no fue tanto económico como moral. Pagamos, y corrimos en pos de otro bar donde, al menos, nos alimentaran correctamente. Tan tristes y ojerosos como eso.  Fue una derrota en toda regla. Una derrota del placer hedonista del gourmetismo bien entendido, de todo aquello en lo que creemos. Pero no morimos sin matar. Estábamos comentando que las alcachofas no eran para tanto cuando tres señoritas con el mismo corte de pelo se sentaron en la mesa de al lado. Al oír nuestra plática, se levantaron. De nada, trillizas de pelo corto.

Por estas raciones, nos declaramos enemigos del bar Juanito, del suelo sobre el que está construido, de las cucarachas que lo rondaren, de las sillas de nea, de los farolillos, pero, sobre todo, enemigos de las alcachofas y la carrillada al horroroso (sic.)

Sin mucho más que decir sobre un lugar declarado anatema, se despide, no por mucho tiempo,


luis r,
vengador oloroso y horroroso rezumando rencor (g)astronómico.











lunes, 2 de agosto de 2010

Las tapas en Jerez. El quinto elemento. La cuadra




Heil, aficionados crepusculares a la ensalada kosher sin aliñar. Venimos tarde (tenemos que vivir de cuando en vez) y con buenas nuevas.

Hoy, un bar típico de una ciudad típica a una hora típica. La cuadra es un restaurante sito en el número cuatro de calle Gravina, una pequeña bocacalle de calle Larga, la rica arteria repleta de colesterol LDL de Jerez de la Frontera. Un poco difícil de encontrar, conque ojo avizor. Es una callejuela peatonal y muy estrecha que podemos tomar a la izquierda si bajamos calle Larga desde Porvera hacia la plaza del Arenal antes de llegar a El Gallo Azul. El bar se encuentra en medio de la calle, en el lado derecho.




A la tercera...

En este caso, hablamos de nuestra segunda visita a Jerez de la Frontera, en julio de 2010. Como siempre, nos postramos ante la puerta de este bar guiados por Internet. Según algún que otro bloguero y varias críticas, es un bar con las tres bes más la be de bar, lo que es un plus. Había que probar tal cosa en nuestras propias carnes quemadas por el sol de Valdelagrana.

En un primer intento, bajamos, como tantas veces, calle Larga a horas un poco funestas, y acabamos en las garras de Juanito y sus alcachofas, para correr despavoridos a La cañita. Ésa, como diría uno que conocemos bien, es otra historia. El caso es que, a las once y cuarto de la noche, marca de la casa, el bar estaba cerrado. Pensamos que, como el Nuevo Savarín, nos habrían robado el bar, o moraría en otros lares.

Es fama nuestro empeño en degustar las prometidas maravillas de tascas y hosterías, ergo volvimos a intentarlo. En nuestra segunda chanza, asomamos el pescuezo por la estrecha calle Gravina y, para nuestro asombro, había luz en el garito. Quizás cerraba el día anterior, o temprano (esta vez venían a ser las diez de la noche). Llegamos a la puerta y vimos que el personal limpiaba. El bar abría a las once de la mañana y cerraba por la tarde o por la noche, no sabíamos muy bien.

Si piensa alguien que desistimos, no nos conoce ni ha leído el título. Al día siguiente a mediodía, a cuarenta grados a la sombra, bajamos la soleada calle Larga hasta sagrado. Calle Gravina es muy estrecha, y supone un buen descanso para que los peregrinos de ojos entornados descansen la vista del injusto sol de la sobremesa jerezana.

El templo de la croqueta

Si somos lo que comemos, yo quiero ser una tapa de croquetas de La cuadra. Entramos en el restaurante, donde nos recibió un simpático camarero, cuyo talante tendía a la parte gaditana de la susomentada alma jerezana. Esto era de agradecer. No estamos acostumbrados a la faceta continental de esta ciudad, lo que también es otra historia. Al bollo. En el bar había dos o tres clientes tardíos, claro, menos tardíos que nosotros.

Habíamos leído maravillas sobre La cuadra, con mención especial a sus croquetas caseras. Bien, pedimos ensaladilla de patata, que resultó ser ensaladilla rusa. Otra ver, la jerigonza gastronomil se nos atraviesó (sic.) más de la cuenta. Fue un digno preámbulo, sin embargo, catar tal ensaladilla soviética. También propusimos al amable y divertido chef de tapes atún encebollado, que resultó bastante aceptable para la edad que tenía; crepe de carne, que consistía en una especie de canelón gigante, nada mal, por cierto; y las croquetas, que merecen un punto y aparte.

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La croqueta, cocreta o concreta, es una abstracta mezcla de cebolla, elemento cárnico y, normalmente, harina, que forma el llamado roux con la grasa del mejunje, a la que se añade leche para formar bechamel. Pimienta, nuez moscada, sal y a reducir. Cuando la mezcla puede separarse de la sartén de manera sólida, la dejamos reposar. Si hacemos bolas con forma de bacilo, las pasamos por harina, huevo y pan rallado y las freímos, tendremos croquetas bacteriomorfas comunes. Hasta aquí para los marcianos.

En esta ciudad hay cierto orgullo de la croqueta jerezana, que se hace sin bechamel. Hemos estado atando algunos cabos desde la redacción de este blog. Un extremo de la cuerda es la naturaleza de la que pudimos consumir en La cuadra. Tenía una textura más melosa que la croqueta común. Esto puede deberse a la escasez de harina en la mezcla, que hace un producto más suave, caro y difícil de manejar, pero que merece la pena. Es lo que solemos hacer nosotros cuando tenemos a bien de preparar la susodicha fritanga. En el otro extremo, el sabor tenía un lejano deje a queso. Las recetas que hemos encontrado en Internet nos han confirmado que, en Jerez, las croquetas incluyen queso, bien de untar, estilo Philadelphia, bien rallado, mezclado con la carne, la cebolla y los condimentos en una batidora, y enfriado incluso un poco en el congelador para hacerlo más manejable. Suponemos que el proceso sigue por el mismo camino que su hermana, la cocreta común.

Lo cierto es que, en el caso de este bar, esta tapa resulta harto recomendable. Además, sirven cuatro unidades, lo que en otros lugares se reduce a la mitad, convirtiendo la tapa en el soñado cuarto de ración que todos andamos buscando. Total, el paraíso de la delicia cilíndrica, en este caso, no bechamelada.

De cañas, tintos de verano y Elsa Pataky

Pedimos tres cañas y dos tintos de verano, lo que a mediodía produjo una buena siesta, visita a la piscina del hotel y otra vez paseo por el centro. Si la vida no es un valle de lágrimas, que baje el Trío del Misterio y lo vea, uno y trino.

Podemos decir de las cañas que eran interesantes. Servidas en vaso grande no del todo llenos, maneras comunes en la ciudad, tenían hasta estilo. El tinto con limón, muy artesano. Nada de grifos de tinto de verano con el agregado de Fanta de grifo, lo que obraría el milagro de la multiplicación del refresco en la mezcla, sino tinto de botella de rosca con limón de botella de dos litros. Todo muy casero, segundas marcas, pero con gracia, porte y peso específico.

Os preguntaréis lo que tenemos que decir sobre Elsa Pataky. Ah, durante nuestra estancia en el bar, hubo una interesante conversación entre el camarero y la cocinera sobre la actriz en cuestión, mención obligada a la cirugía estética, propiedades inmobiliarias, relaciones sentimentales y viaje de las series cutres (recordemos la inefable Mano Negra de Al salir de clase) al mundo de Adrien Brody y de Konstantín Stanislavski en menos de una generación, o por medio de generación espontánea. Sin embargo, para generación, las croquetas de La cuadra. ¿Las habrá probado la Pataky? 

Precios y otras monerías

Aun a riesgo de parecer propagandísticos, nos atrevemos a recomendar este restaurante a posibles comensales. El precio de las cinco bebidas y las cuatro tapas fue de poco más de catorce euros. Las tapas son abundantes (muy por encima de la media) y, en el caso de las croquetas, de una calidad muy propia de un estadio superior de la conciencia. Legendarias, diría aquél. La atención es personalizada y agradable, sin agobiar. La única pega es el horario, un poco draconiano, sobre todo en el mes de julio, cuando ir de tapas a mediodía se hace un poquitín épico. De todos modos, La cuadra bien vale el fuego del castigo eterno.

Haciendo constar en acta que la vida sigue tan dura como la recordábamos, se despide, sin regustillo a bechamel,


luis r,
concreto coqueto rebozado en arena levantada por el viento del este de Postre o café.